El pasado día 21 se cumplieron veinticinco años de la muerte de Fernando Remacha (1898-1984). El autor navarro perteneció a una generación de compositores españoles –etiquetada como del 27, de la República, de la Dictadura… según gustos- que ha recibido más alabanza crítica que devoción práctica.
El caso de la producción camerística de Remacha es ejemplar: en 1998, con motivo del centenario de su nacimiento, el Gobierno de Navarra impulsó que su escasa producción se editase –por su biógrafo Marcos Andrés Vierge- y grabase –por el Cuarteto Brodsky y el pianista Christian Blackshaw en el sello Decca/ Fundación Autor. Toda esta parcela de su producción se halla, pues, a plena disposición de público e intérpretes. Sin embargo, tras la exhumación, las obras no se han incorporado a la vida musical “normal”.
¿Por qué ocurre esto? ¿No es una obra musical digna de tener en cuenta? En mi modesta opinión, dejando a un lado el cuarteto de cuerdas (1924) –stravinskiano e inmaduro- y una tardía romanza para violín y piano (1954) -que no aporta gran cosa- las obras centrales de su catálogo camerístico –su suite para violín y piano (1929) y, en especial, el cuarteto para piano y cuerdas (1933)- son obras espléndidas, dignas de figurar en los programas de conciertos de aquí y de allá.
Así las cosas, las razones del olvido de estos repertorios habría pues que buscarlas en problemas culturales más profundas de nuestro mundo musical. El problema no es de don Fernando, sino nuestro.
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